Recreo, julio de 2013.
Los poetas de Latinoamericana, al igual que aquellos primeros escribientes de Mesopotamia, hemos crecido alimentados por el terror, desde aquel tiempo remoto en que Trengtreng filu y Kaykay filu se enfrentaban mediante grandes olas, terremotos y erupciones volcánicas, mucho antes de la llegada de las espadas, las armas de fuego y los hombres montados en corceles.
Vuela entre nosotros la sensación de que la tragedia volverá repetirse, la recibimos con la leche, particularmente, tras los golpes y autogolpes que caracterizaron a nuestro subcontinente luego de la segunda guerra mundial, frecuentemente en un marco de constantes catástrofes naturales.
Pero, no estamos solos en ese temor, se trata de algo universal y profundamente humano.
A través del mito sumerio de Gilgamesh nos han llegado las primeras noticias de la destrucción generalizada, el diluvio. Esas tablillas de barro, confeccionadas hace más de cuatro mil años, entregan luz sobre la vida infinita que ganan los héroes durante el desastre, al enfrentarse a él y superarlo. Por ello, Utnapishtim, el salvador de los sumerios, se hace inmortal y su pariente literario Noé – que significa consuelo- alcanza a vivir cientos de años.
“Nunca fuimos más libres que durante la ocupación alemana” nos confesó Jean Paul Sartre y a nosotros nos hace mucho sentido, porque enfrentados a decisiones de vida o muerte, de honor o vergüenza, atisbamos el cielo abierto de la libertad, dejando nuestra pequeñez para acercarnos a la heroicidad trascendente.
Esa contraposición entre héroes, habitantes privilegiados de la literatura y seres mortales corrientes, ajenos al acontecer de las artes, permite que el aventurero y tramposo Ulises regrese a una Itaca universal e infinita y, en cambio, el calmado Hans Castorp, se diluya en el Gran Océano de la Muerte, tal vez en el barro sangrante del Maine o de Verdún, y que, paradójicamente, gracias al genio de Thomas Mann, se haga inmortal en su enfermedad y su timidez.
Entre nosotros, con certera maestría, “Cien Años de Soledad” logra describir todo el ciclo de destrucción a que están condenados los habitantes de la América Macondina, dejando caer sobre ellos el fuego de la guerra, el implacable diluvio, la peste del olvido y toda clase de maldiciones.
Flavio Galleguillos nos transmite ese temor en “Esperando el Tsunami”, miedo casi inconsciente que infecta las mañanas de primavera y carcome la superficial tranquilidad de la “classe moyenne”, a la que despreciamos y a la que pertenecemos.
Y sin embargo ese temor, configura un estado de ánimo vigoroso y alerta, en contraposición al fracaso personal, la derrota existencial y la vida equivocada que Flavio nos revela sombríamente en su primer libro “Poesía Equivocada”. No se expresa por el autor, pero se intuye a la luz de la tradición, el diluvio es la oportunidad de vivir intensamente, la oportunidad de convertirse en héroe.
Ingresemos al poema que da nombre al libro, “Esperando el Tsunami”:
“El paisaje no puede ser más iluminado: el mar azul turquesa apacible y quieto de fondo, los jardines de las casas burguesas en los cerros de Recreo: explosiones de verde, blanco y la vida vegetal buscando su energía en el aire transparente y fresco del día soleado. Los transeúntes de la mañana laboral se dirigen a sus trabajos en el puerto, una extraña armonía de cosas que se repiten con una mecánica inexorable. Mientras yo voy dispersándome sin sentido en estados contemplativos y sensaciones fragmentarias, en la inmensidad del planeta azul el agua dominante prepara una inesperada y decisiva devastación total que borrará todo vestigio humano de la superficie de la tierra”.
El poema de Flavio se cruza con las palabras de Rubén Darío en “El Coloquio de los Centauros”, que ya observa el poder del vacío al interior de las mañanas luminosas.
¡La Muerte! Yo la he visto. No es demacrada y mustia
ni ase corva guadaña, ni tiene faz de angustia.
Es semejante a Diana, casta y virgen como ella;
en su rostro hay la gracia de la núbil doncella
y lleva una guirnalda de rosas siderales.
En su siniestra tiene verdes palmas triunfales,
y en su diestra una copa con agua de olvido.
A sus pies, como un perro, yace un amor dormido.
Enrique Lihn, nuestro experto en muerte, resume esta identidad entre vida y extinción, expresando: “Ahora sí que te dimos en el talón. La muerte de la que huyes, correrá acompasadamente a tu lado. Buenas noches, Aquiles.”
Ah poetas, con plena lucidez, una y otra vez nos recuerdan que todo es efímero y carcomido por la muerte; y nos invitan a ver las cárceles más allá del fulgor de las acacias, nos muestran el desamparo de los niños, más allá de nuestro jardín de rosas, y, bajo el cielo tan amplio y nuestro, nos hacen evidente el flagelo de la ignorancia en la mitad de la población que no logra comprender una página escrita. No es que el diluvio se acerque. El diluvio está entre nosotros.
Con el riesgo de exceder las reglas de estilo, propias de la presentación de un libro ajeno, considero ineludible consignar la vecindad entre el trabajo de Flavio y las líneas que llevo escribiendo desde hace algunos años.
Ambos somos ochenteros, maduramos escuchando a Los Prisioneros y Soda Stereo; desarrollamos la misma profesión profana; coincidimos en torno a la destrucción que viene; y participamos de una comunidad lárica centrada en Recreo.
En efecto, dediqué el poemario “Prófugos de un aguacero azul” a la temática de la destrucción que se repite y a la capacidad de las artes para conservar el presente.
En “Iniciación y Poesía”, mi último trabajo, he tenido una parcial recaída en dicho tema:
La piedad está llena de memoria.
Nadie te responde nada.
Nadie sufre tu luto.
Nadie perdura en tu lluvia.
Nadie la nombra: piedad.
Por eso, volverán a encerrarnos,
sembrarnos como luz en la tierra,
hacernos perder la esperanza,
prohibirnos incluso cantar.
Volverán los campos vacíos,
la secreta voz de las hélices,
los golpes como fuego de piedras,
la vida cayendo en el mar.
Volverá la memoria vaciada,
los niños creciendo sin cielo,
perdidos en otros países,
jugando a dejarse matar.
Pero, la última entrega de Flavio no se agota en el desarrollo del temor por la catástrofe que retorna, aborda la poesía con admirable serenidad y sencillez, registrando para el devenir, unos trazos de su vida punky, budista y vegetariana. Posee una sola línea que delata su formación jurídica – “la rigidez cadavérica”- , e ilumina con algunos fragmentos que hablan de sus lecturas de los antiguos Maestros Chinos.
En el campo de lo íntimo es más parco, apenas entreabriendo las puertas de sus espíritu, nos entrega unas pocas noticias sobre su alternancia de ex novias, que fundamenta una conexión sutil y pesimista entre el autor, Felipe Camiroaga y Gustavo Ceratti.
Flavio se muestra más generoso al guiarnos en un viaje por el Continente, por la Ruta 68, por las calles oceánicas de Recreo y por la terrible inmensidad de nuestro cielo. Viaje que nunca se limita a lo externo y que posee siempre implicancias en el laberinto interior.
Turbulencias sobre el océano
Turbulencias en el vuelo y en el corazón. A 3000 kilómetros de tierra firme, este viaje hacia ningún lugar se repite, como el déjà vu de una tristeza circular.
En las Fotografías, Flavio, su hermana Ximena y su cuñado.
La muchacha de trenza es Teresa, dueña de casa en "La Tetera Mágica", de calle Serrano. La trajimos desde Praga para iluminar la hora del te.
En las Fotografías, Flavio, su hermana Ximena y su cuñado.
La muchacha de trenza es Teresa, dueña de casa en "La Tetera Mágica", de calle Serrano. La trajimos desde Praga para iluminar la hora del te.