Una mañana de diciembre,
no podía ser de otro modo,
comenzó la gente a salir de la muerte.
Primero vi a niños
recogiendo estrellas
en Caleta Portales,
cuerpos reales y claros,
cantos de luz en las aguas,
hijos de Mañke y Gabriela,
rondas de vida y de mar.
Desde el cementerio de Recreo
salían jóvenes en bicicleta,
novias colmadas de blanco,
ancianas con sus rosarios,
pequeños comerciantes
cargando canastas de frutas,
bandejas con hielo y pescados,
ramilletes de flores,
botellas de agua y vino.
Desde el fondo de las quebradas
y desde los patios de las casas,
comenzaron a levantarse
los canes y los gatos caídos,
mariposas de otras estaciones,
árboles derrotados por el viento,
conejos de antiguos almuerzos,
pequeñas serpientes de jardín.
Al mediodía,
abrazados, rojos y sonrientes
marcharon los obreros fusilados el año 6,
los desaparecidos con sus guitarras
y sus gruesos chalecos de lana,
envueltos en lágrimas de abuelas,
seguidos por hijos e hijas
que vuelven a ser niños,
desbordados de alegría,
llenos de luz y más luz.
Todo fue extraordinario,
hubo varias semanas sin noche,
fiestas interminables bajo los parrones,
visitas del propio Pablo, de Víctor,
Violeta con nuevas canciones,
historias del otro mundo,
poemas bajo otro sol.
Al terminar el verano,
todos se esfumaron
y muchos creyeron que fue un sueño,
otra broma de poetas,
otra terrible canción.
Pero enredada en un árbol sagrado
y escrita en el idioma de las olas,
encontré una nota de vida,
un espacio de fuerza,
la antigua letra de mi abuela,
un pozo secreto en mi barrio,
la dulce puerta de diciembre.
Mientras escribo este poema -entre las 4 y las 6 de la madrugada del 9 de noviembre de 2010 - escucho el rugido de las olas que insisten en llamarme hacia ellas.
La imagen de los niños Selk`nam, un pueblo exterminado en Tierra del Fuego, fue publicada en 1898 y proviene de
este sitio.
No muy diferentes, deben haber sido los niños que habitaban en las caletas de la zona central de Chile antes de la invasión ibérica.