Llevé a un lugar apartado a Pedro, a Santiago y a Juan. Era la alta noche y comencé a llenarme de temor y angustia,
Les dije: “Siento en mi alma una tristeza de muerte. Quédense aquí y permanezcan despiertos”.
Me adelanté un poco, y caí en tierra suplicando que, si era posible, no tuviera que pasar por aquella hora.
Dije: “Abbá, si para ti todo es posible, aparta de mí esta copa. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”.
Volví y los encontré dormidos a mis hermanos. Y dije a Pedro: 'Simón, ¿duermes? ¿De modo que no pudiste permanecer despierto una hora?'
Estén despiertos y oren para no caer en la tentación; pues el espíritu es animoso, pero la carne es débil.
Y me alejé de nuevo a orar, repitiendo las mismas palabras.
Al volver otra vez, los encontré de nuevo dormidos, pues no podían resistir el sueño y no sabían qué decirme.
Vine por tercera vez, y les dije: 'Ahora ya pueden dormir y descansar. Está hecho, llegó la hora. El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores.
¡Levántense, vámonos!, ya viene el que me va a entregar.
En mi espíritu, sólo amor sentí por mi Padre. Tres veces le pedí que apartara de mí el cáliz y tres veces me indicó que era necesaria mi muerte y me mostró el milagro que al tercer día haría germinar en la tierra el árbol de la vida.
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