Al comenzar los 70, un alto burócrata de la Casa Blanca, posiblemente hastiado de las tropelías de Richard Nixon, filtró información a Bob Woodward y Carl Bernstein, periodistas del “Washingnton Post”, sobre el funcionamiento de un grupo armado ilegal, financiado irregularmente por el Presidente, para obtener ventajas políticas, mediante “trabajos sucios”.
El escándalo, denominado “Watergate”, se combinó con investigaciones judiciales que forzaron la renuncia del gobernante republicano, hundido en la ignominia y el descrédito.
El nombre clave de este delator era “Deep throat” – Garganta Profunda –. Recientemente ha trascendido que está a punto de fallecer y que Ben Bradlee, ex editor del Washington Post y una de las pocas personas a las que los reporteros confiaron el secreto, ya ha escrito su obituario.
Para John Dean, ex consejero de Nixon, la identidad del hombre de la garganta infinita sería uno de los siguientes: Patrick Buchanan, autor de los discursos de Nixon; Ron Ziegler, jefe de prensa de Nixon; el asistente de Ziegler, Jerry Warren; Steve Bull, asistente del secretario de Nixon, y, por último, Raymond Price, asistente especial de Nixon.
En todo caso, era un hombre que hacía discursos, una persona que creaba la imagen pública del presidente, dando vida a sus argumentos políticos y jurídicos. Prestaba su garganta al gobernante, para cubrir sus atropellos, sus maquinaciones, su podredumbre.
Es realmente difícil abordar un trabajo en que por un sueldo, se defiende el abuso, el odio o la muerte. Para los abogados y los periodistas es algo frecuente, se esfuerzan por vivir con ello, ponerle límites, aceptarlo hasta cierta frontera nebulosa, que cada día se corre más y más, hasta desaparecer.
En cambio, para los artistas, vender su poesía para fines indignos es mucho más grave. No por razones éticas, sino de sobrevivencia. El artista es su obra. No puede vender su voz, porque se queda sin voz, sin identidad, sin sueños.
Intuyo, que en las tardes de Washington, en aquellos otoños portentosos, Deep Throat bebe un poco de whisky, escribe poemas y ve marcharse el sol, mientras la gente va y viene en Dupont Circle, en los barios de negros y en el cementerio de piedras que le espera al otro lado del Potomac.
Ahora está a punto de morir y su nombre verdadero volará entre las selvas de Vietnam, en los patios de La Moneda y en la memoria de todos los que vendemos nuestra voz, pero no, nuestra alma.
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