Hace días que sueño con K,
veo su rostro de maga
en la bruma de este cerro,
en los recodos de las casas,
bajo la textura de las cosas y las fotos.
Anoche, ella fue el centro de los hechos,
desolada por un engaño,
agotada de perdonar,
estalló en una crisis feroz,
incendió su casa
y la de varios vecinos,
abortó el sol que esperaba,
marchó al norte
y dejó a su hijo de tres años
en una comunidad de indios.
En el hechizo del sueño,
partí hasta las cercanías de Arica,
un taxi me llevó por un laberinto ondulante
que descendía hacia el fondo de una quebrada,
hasta que la vía se hizo tan pequeña
que tuve que seguir a pie
en compañía de un espíritu.
La comunidad de indígenas
era un edificio moderno,
ovalado, blanco,
con bares y salas amplias,
elegantes y cómodas.
El niño estaba feliz en ese lugar,
el sabio que presidía la comunidad
era un hombre lleno de luz y calma.
No había un sitio mejor para el muchacho,
aunque nunca pude verlo en concreto.
Regresé a Viña
y acudí al hogar de L,
la madre de K.
La señora tenía el pelo invadido
por la escarcha
y de pie junto a una muralla
observaba a su hija
por una rendija secreta.
Nos abrazamos por varios minutos,
me contó detalles de los hechos,
la furia incendiaria de K,
la forma en que descubrió el engaño,
la traición de su propia amiga,
el Malón que su padre organizó en la casa.
Luego, bajé al patio,
un prado verde con un árbol caído.
Sobre el gigantesco leño
estaban varias amigas sentadas.
Me hablaron de C,
el sorprendente vértice del lío
y de la forma en que K
estaba saliendo del llanto.
De pronto,
ellas se esfumaron
y sobre el leño quedó K,
vestía de negro
y ligera de penas.
Me acerqué a ella,
la sentí delgada y casi tibia,
dueña con certeza de su cuerpo.
Le conté mi sueño,
me dijo que no todo era verdad,
me retó por tonto,
me invitó a su fiesta.
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