
Patricia Verdugo ha muerto.
Un helicóptero despega sobre el desierto,
mientras la metralla del odio,
va cegando la vida, los ideales,
los colores que adornan la tierra.
También a su padre lo asesinaron,
mientras la gente era conducida
como ganado a los estadios y los buques,
los libros se quemaban
y la Patria marchaba gris hacia la tristeza.
En medio de esa noche,
ella habló con lámpara de verdad,
reveló los nombres de los asesinos,
presentó sus planes
y llevó nuestros ojos hacia el infierno.
Hoy ha muerto
y la claridad de la justicia
ha hecho bendito su rostro,
benditas sus palabras,
bendita la fuente de su valor.
En Chile hasta el 11 de septiembre de 1973 los miembros de las fuerzas armadas eran vistos como parte del pueblo, de la ciudadanía. Era impensable que las fuerzas armadas fueran usadas por un grupo de chilenos para eliminar y reprimir a otro grupo de chilenos. Era inimaginable que fueran usadas para terrorismo de estado.
Hoy sabemos, después que Estados Unidos decidió desclasificar decenas de miles de documentos secretos de la CIA y el Pentágono, qué acciones se realizaron para lograr el golpe militar en Chile y la represión que le siguió. Pero entonces a comienzos de los años 70 no era posible imaginar la pesadilla. Visto hoy día alguien podría decir y con razón, que fuimos muy ingenuos. Y es esa ingenuidad la que explica gran parte del horror.
Uno se pregunta cómo es que miles y miles de chilenos confiaron en la ley y se presentaron voluntariamente ante los comandantes de regimiento o ante los jefes de policía, cuando sus nombres aparecían en los bandos militares. Ellos jamás se imaginaron posible una cámara de tortura y menos se imaginaron una masacre que los conduciría a una tumba clandestina de detenidos-desaparecidos.
Un ejemplo, el abogado Mario Silva Iriarte, tenía 37 años, socialista, casado, cinco hijos, era el Gerente de la Corporación de Fomento en la zona norte de Chile. El día del golpe militar él estaba en comisión de servicios en la capital, en Santiago. Y Mario Silva escuchó su nombre en un bando militar en la radio y decidió partir de inmediato a la ciudad de Antofagasta. Pidió a los militares un salvoconducto especial para poder manejar toda la noche, ya que estábamos en toque de queda. Y así llegó a Antofagasta para entregarse ante las autoridades militares. A su esposa le dijo: “no tengo nada que ocultar”. Hoy sabemos que fue brutalmente torturado por más de un mes y fue masacrado. Su mujer Graciela Álvarez, me dijo “y pensar que se entregó voluntariamente porque él creía en el profesionalismo de los militares y jamás los imaginó capaces de masacrar”. Como él miles de chilenos.
El alcalde de otra ciudad al norte, que se llama Tocopilla, Marcos de la Vega, era ingeniero, casado, tenía tres hijos, comunista. Su hermana me relató así su historia. “Después del golpe la gente le decía que se fuera, que se pusiera a salvo. Pero Marcos respondía ‘pues que me voy a ir sino he robado ni un peso, sino le he quitado el puesto a nadie, si tengo al día los libros de la alcaldía, si no he hecho nada malo’. Así mi hermano trabajó en la alcaldía hasta cinco días después del golpe. Ese día el diario publicó que había órdenes de detención contra las autoridades de Tocopía. Así que Marcos llegó en la tarde, pidió ropa gruesa, comió, tomó mate caliente y se sentó a esperar que llegaran. Carabineros rodearon la casa, entraron armados con metralletas y se lo llevaron”. Casos como el de Mario o Marcos, se repiten por miles.
Mi padre fue uno de ellos, ingeniero, casado, cuatro hijos, 50 años, militaba en un partido de centro, el partido Demócrata Cristiano. Su nombre, Sergio Verdugo, su delito, presidente del sindicato de la empresa estatal en la que trabajaba. Creer que podía intentar la defensa de los derechos adquiridos por esos trabajadores. Han pasado más de 28 años y lo ocurrido vive conmigo cada día. Escribí un libro con esta historia. Ese libro lleva por título la dirección de la casa de mi padre. Se llama “Bucarest 1 8 7. Era una gran casona blanca de estilo francés. Los agentes esperaron el momento propicio, lo vigilaban desde hace más de dos meses. Esperaron a que estuviera sólo en la casa y se lo llevaron.
Yo evito pensar y hasta hablar de esta parte de la historia, porque duele demasiado. Imaginar el terror que sientió. Imaginar como le habrá saltado el corazón en el pecho al salir de la casa, sin poder siquiera escribir una nota pidiendo auxilio. Encontramos su cuerpo varios días más tarde en el río Mapocho, el río que atraviesa mi ciudad. En su cuerpo había huellas de tortura. De la peor de todas no había huella evidente. Solo el examen de sus pulmones podía indicar que el agua en que fue ahogado no era el agua de ese río café y barroso que fue tumba de tantos en mi país....
Testimonio de Patricia Verdugo, en la Universidad Sergio Arboleda
Bogotá - Colombia, año 2005.
Periodista y escritora chilena. Premio Nacional de Periodismo. Su padre Sergio Verdugo, fue sacado a la fuerza de su hogar, en julio de 1976 y jamás regresó.