La calle comienza en una parra que sostiene el cielo,
mientras la quebrada va dejando atrás el siglo
y los bungalows de los pequeños burgueses
para adentrarse en el mundo de las flores,
nísperos, abejorros, nenúfares,
impecables ciruelas, azucarados damascos,
jaurías de perros, machos cabríos, cerdos gigantes,
pequeños puentes sobre el agua que aflora,
selva tupida y profundamente verde.
En pocas cuadras, el ejecutivo bancario
es reemplazado por el especialista en focos,
la costurera, el pequeño almacén, el dipsómano,
el cuidador de cabras y el vendedor de drogas.
Los barrancos son atacados por múltiples escalas,
algunas forjadas en húmedas piedras,
otras zigzagueando en jardineras
o apenas dibujadas sobre el suelo.
Cada casa tiene ocasión de amar el agua,
buscar refugio en las grietas del cerro,
escuchar al invierno en su camino al océano,
observar los barcos llenando las ventanas,
los feroces aguiluchos que gobiernan el cielo,
la llamada del afilador de cuchillos,